Esperanza Tomás sostiene una copa de vino, la mira al trasluz y un instante después da un trago para paladear su contenido. Como experta participa en este tipo de catas con frecuencia, pero esta ocasión es especial. Está probando un vino de la cosecha del 92, comparándolo con uno de la misma bodega de 2012 y observando su evolución. «Es como una fotografía del cambio climático», explica la responsable de I+D de Bodegas Roda. Como si los dos vinos te contaran la historia de lo que ha pasado en estos años. Ambos tienen una gran calidad, pero hay pequeños matices que solo se explican por la manera en que el aumento de temperatura ha obligado a las bodegas a adaptar su producto. «Son dos vinos muy elegantes, pero en el del 92 el alcohol casi no se nota, es más afilado y fresco», detalla. «El de 2012 es un poco más corpulento, más robusto. Tiene más profundidad y también tiene más grado: hemos pasado de 13,5 a 14,5 grados».
«Si lo comparamos con datos de hace 40 años, la vendimia se está adelantando en torno a 15 o 20 días»
Este aumento en la gradación de los vinos está directamente relacionado con el calentamiento y la sequía. La uva genera más azúcar y esto provoca que produzca más alcohol cuando fermenta. Pero no es el único proceso que se ha desajustado y que los productores de vino tienen que compensar. «Si lo comparamos con datos de hace 30 o 40 años, la vendimia se está adelantando en torno a 15 o 20 días», explica Pablo Resco, ingeniero agrónomo de la Universidad Politécnica de Madrid, que ha realizado el trabajo más completo hasta la fecha sobre el impacto del calentamiento global en los viñedos de España. «Se adelanta la floración, se adelanta el fruto, la época de la vendimia y el engorde de las bayas», añade. Pero no es un cambio homogéneo. «No es que suba de media dos grados en todas partes a la vez, sino que en invierno los extremos son menos fríos y las noches más cálidas del verano son mucho más cálidas, además de que las olas de calor son bastante más frecuentes».
Este problema de los inviernos cálidos es el mismo que afecta a otros sectores. La fruta necesita un gran contraste entre las temperaturas nocturnas y diurnas. «Lo que requieren son básicamente noches frescas, porque esas noches favorecen el equilibrio entre azúcares y acidez, no solo la cantidad del alcohol», indica Resco. Y eso es lo que se está perdiendo. «Por el día la uva se bloquea, se cierra, y durante la noche intenta abrirse y crecer», explican desde Bodegas Torres. «Cuanto más calor, más azúcar. Y sabes que ese azúcar se terminará transformando en alcohol, es decir, que si lo dejas hasta que todos los demás elementos como la piel y las pepitas estén los suficientemente maduros, puede que ese azúcar se te haya disparado y eso se te transformará en un vino más alcohólico».
«Nos hemos encontrado con alguna bodega que ha tenido caídas de color importantes en el vino»
La investigadora de la Universidad de Salamanca María Teresa Escribano lleva años estudiando estos procesos de maduración y la forma en que el cambio climático los está perturbando. «Lo que se produce es un distanciamiento entre la madurez sacarimétrica (en cuanto al contenido en azúcares) y la madurez fenólica y aromática», explica. El proceso por el que la uva produce azúcar óptimo para su madurez necesita temperaturas altas. En cambio, el mecanismo por el que se producen los compuestos que le dan al vino cuerpo, astringencia y color, necesita noches frescas. Si hace mucho calor pero las noches no son frías, como se espera en septiembre, estos dos procesos se descompensan y la uva alcanza el grado de azúcar óptimo antes de que haya acumulado los otros compuestos fenólicos y vienen los problemas. «Nos hemos encontrado con alguna bodega que ha tenido caídas de color importantes en el vino», recuerda.
Aunque la viña es un cultivo resistente al estrés hídrico, los episodios de calor extremo también le pueden causar mucho daño. Este año, por ejemplo, ha habido una primavera con lluvia y temperatura benignas, por lo que muchas vides han desarrollado una cubierta vegetal muy grande. La ola de calor de principios de agosto, con varios días en torno a los 40 grados, ha hecho que la planta no fuera capaz de soportar toda la demanda de agua y que empezara a tirar hojas al suelo. El efecto, explican los agricultores, es muy «escandaloso», puesto que la hoja se pone parda y se muere, y el viñedo aparece de un día para otro cubierto de los restos de esta ola de destrucción.
Una carrera contra el calendario
Debido a este adelantamiento de los procesos, el propio calendario está quedando desfasado. «Si antes la vendimia llegaba hasta el día del Pilar [12 de octubre], ahora casi siempre se ha cosechado mucho antes», apuntan en Torres. «Las fiestas mayores de los pueblos productores de vino se han quedado desplazadas, porque la fiesta mayor se hacía cuando terminaba la vendimia y ahora es muchísimo antes».
Y lo mismo ha pasado con los refranes. Expresiones como «Por el Pilar, todos a vendimiar» o «Por San Mateo, la vendimia arreo» se han quedado obsoletas con las nuevas fechas de la vendimia. Para combatir este adelanto los agricultores llevan años utilizando diferentes técnicas, como el retraso de la poda de invierno, con el que apenas le ganan una semana la maduración. Pero ya hay investigadores tratando de darle la vuelta a la situación mediante nuevas técnicas.
«Las fiestas mayores de los pueblos productores de vino se han quedado desplazadas»
Desde Extremadura, David Uriarte encabeza un programa experimental en colaboración entre CICYTEX y el IRTA que trata de retrasar la vendimia a épocas de más frío. «Ha surgido la idea de intentar desplazar la maduración de la uva hacia condiciones climáticas más favorables, retrasarla en el tiempo, que el cultivo vaya más despacio», explica. «Y que la maduración —que se suele producir a mediados de agosto hasta principios de septiembre— se produzca mucho más hacia el otoño, donde las temperaturas nocturnas son bastante más frescas y mejores». Para conseguirlo, Uriarte y su equipo han diseñado una técnica de intervención en el cultivo que denominan «forzado de yemas» que consiste en cortar los brotes de la viña antes de tiempo para forzarla a madurar un año antes de lo que le toca y mover en el tiempo todo el proceso.
«La viña tiene un ciclo reproductivo bienal, de manera que mientras se está desarrollando el cultivo se están formando las yemas que darán su fruto en la campaña siguiente», explica Uriarte. «Durante la campaña esas yemas entran en latencia y deberían pasar el invierno, pero lo que hacemos nosotros es obligarlas a que broten durante la misma campaña, pero retrasado en el tiempo». Con la intervención en mayo o junio, la planta mantiene la actividad y obliga a la yema a brotar de nuevo. «De este modo hemos retrasado el desarrollo de esa campaña y estamos vendimiando a mediados de octubre o principios de noviembre en condiciones mucho más favorables».
De momento es un procedimiento experimental que solo se ha puesto en práctica en Extremadura y Lleida, pero que está produciendo un vino distinto y con una calidad excepcional. El principal problema, al cambiar los ciclos, es la posibilidad de desarrollar enfermedades por exceso de agua y los costes asociados. «Pero la uva no tiene problemas de maduración de azúcar y en color y acidez mejora muchísimo», sostiene Uriarte. «Creemos que interesará sobre todo a bodegas que quisieran hacer vinos de alta calidad y que tengan la capacidad de afrontar el coste de la técnica al darle un valor añadido».
Salvar el futuro del vino
En una pequeña parcela en el Alto Penedés, cerca de San Martín Sarroca, hay un viñedo de Bodegas Torres que es una especie de laboratorio en miniatura sobre los efectos del calentamiento global en la vid. «Aquí hacemos investigación para poder estudiar cómo las diferentes prácticas pueden permitirte ganar unos días al cambio climático», explican en Torres. «En cada hilera se aplica un parámetro distinto y los resultados luego los aplicamos a viñedos más extensos. En una fila la vid está más alta, en otras más baja… y lo que hacemos es comparar qué tipo de plantación te permite retrasar la maduración de la uva, porque ahí está la clave».
«Estamos cambiando la manera de gestionar el viñedo para conseguir retrasar la maduración»
Esta familia de productores catalanes lleva años investigando cómo mitigar el impacto climático y adaptar su negocio de cara al futuro. «El grado de aumento de temperatura del que hemos sido testigos aquí en el Penedès en los últimos 40 años ha provocado que la vendimia se adelantara unos 10 días de media», explican. «Cosechar demasiado pronto puede alterar el perfil o calidad de los vinos. Si estuviéramos haciendo los vinos como antes, un mismo vino sería hoy más alcohólico que años atrás». Para evitarlo, enólogos y viticultores están aplicando diferentes estrategias en el cultivo o en bodega. «Estamos cambiando la manera de gestionar el viñedo para conseguir retrasar la maduración», aseguran. «Intentamos que los racimos queden protegidos por las hojas cuando antes se buscaba mayor exposición solar». Otra posibilidad es plantar en vaso (con la vid aislada) en lugar de espaldera (con la vid apoyada en soportes). En la plantación de Moneu, por ejemplo, donde cultivan una variedad ancestral autóctona del Penedès, la vid se está plantando en vaso aunque sea menos práctico para la recolección porque han observado que este tipo de plantación permite retrasar la maduración.
De cara a un futuro cada vez más incierto, algunos productores barajan ya soluciones como mover los viñedos a zonas más al norte o a más altitud. «Aquí en el Penedès llegará un momento en que las variedades que han funcionado empiecen a buscar zonas más frías y que se puedan plantar aquí variedades que ahora están más al sur», admite Vea. La familia adquirió en los años 90 una finca en Tremp, en el pre-Pirineo catalán que está entre 900 y 1000 metros de altura. «Entonces no se pensó en el cambio climático, pero con el tiempo se vio que la compra era apropiada, porque se está empezando a probar con variedades ancestrales y dan buenos resultados», indica la especialista. También se están haciendo pruebas en una parcela en el Pirineo aragonés, en Benabarre. «De momento la viña no aguanta el frío del invierno, pero sí que es seguro que llegará el día en que se podrá plantar vino ahí y dará buena uva».
«Algunos productores barajan ya soluciones como mover los viñedos a zonas más al norte o a más altitud»
Otra solución menos drástica que cambiar la localización de viñedos, que tienen a veces cientos de años, es ir cambiando la variedad de uva que se cultiva y priorizando aquellas que sean más resistentes a las altas temperaturas. En Bodegas Torres se recuperaron 50 variedades ancestrales y se están centrando en las seis que, además de gran potencial enológico, tienen también la capacidad de adaptarse mejor al cambio climático. En Bodegas Roda han establecido incluso un banco de germoplasma, una instalación en la que preservan plantas de la variedad Tempranillo que se seleccionaron en 1998 y que tienen las características que les interesa estudiar y conservar. «Por cada morfotipo conservamos 15 plantas que son clones», explica Lidia Martínez, responsable de las instalaciones. «En la época de vendimia es bonito de ver, porque tienes 15 plantas al lado de otras 15 ligeramente diferentes; unas agostan antes que otras, están más rojas o más verdes, o los racimos son más grandes o más pequeños».
Además del banco de germoplasma, la empresa tiene una colección nuclear, con 40 plantas que representan a los 550 morfotipos principales que le interesa preservar y quizá recuperar algún día. «Una representa a todas los que tienen mayor grado, otra a la que resiste a enfermedades a la madera… Estamos estudiando de entre todos ellos cuáles son las que mejor resisten el cambio climático», explica Esperanza Tomás. «Tenemos que estudiar qué genes son los responsables de que tenga menos grado, de que tenga una acidez muy elevada, y en su caso se seleccionarían y nos permitirían un mayor avance».
El proceso, como ha ocurrido en otras empresas, se inició para hacer una selección de las uvas que le daban las características que les gustaban para sus vinos. Pero la realidad se ha impuesto y el objetivo ahora es encontrar aquellas que servirían para el nuevo escenario. «Ahora estamos haciendo otra selección pensada para el cambio climático y tenemos una idea de lo que buscamos, que probablemente sean biótopos que den más acidez y más frescura», añade Martínez. «Todavía no sabemos cuál será, pero de lo que hay aquí saldrá la uva que nos permita hacer los vinos del futuro».
Un cambio paulatino
En su tesis doctoral sobre «Viticultura y cambio climático en España», Pablo Resco advierte de que «cabría esperar una disminución de las zonas climáticamente más idóneas para la calidad de la uva cultivo», pero asegura que no hay que ser catastrofista porque la industria está haciendo los cambios que se necesitan para detener el golpe. «No se va a acabar el viñedo, es una planta extremadamente adaptada al clima mediterráneo, pero va a haber zonas que tengan que hacer más esfuerzo por adaptarse», explica. «Las que más adaptación necesitarán serán las zonas más cálidas y las más interiores, por incrementos de temperatura mayores. Zonas de La Mancha y del valle del Ebro», añade. «Si tienes que hacer una nueva plantación te recomendaría, si estás en la ladera de una montaña, irte a la cara norte. Y si tienes una viña de 100 años no la vas a arrancar para irte a una zona, tendrás que adaptarte». En su opinión, el cultivo del vino va a sufrir un «cambio paulatino», zonas más al norte producirán más y mejores vinos y habrá más competencia. No dejará de haber buenos vinos, pero quizá los costes asociados a riego y cuidados fitosanitarios los hagan cada vez más caros y menos accesibles. Tal vez el buen vino del futuro no sea para todos.